Hace pocas semanas dábamos cuenta en esta misma columna de la positiva evolución de las instituciones del patrimonio arquitectónico en los últimos años. No hay duda de que estamos mucho mejor: se crearon instancias especiales en la Legislatura y la Defensoría del Pueblo, se desempolvaron aspectos del Código de Planeamiento Urbano que se encontraban en desuso, comenzó a aplicarse parcialmente la ley de Patrimonio Cultural, se instauró, hasta fin de este año, un procedimiento de protección preventiva para los edificios construidos antes de 1941, la Justicia local intervino en forma efectiva frente a flagrantes violaciones de derechos a la protección del patrimonio cultural, y se produjo una movilización vecinal sin precedentes encabezada por organizaciones como Basta de Demoler, S.O.S. Caballito, Protocomuna Caballito, Proteger Barracas, Preservar San Telmo, Devoto Preserva, entre otras.
Sin embargo, el incremento notable en estos cuatro años de la cantidad de inmuebles catalogados –se protegieron más de 800– y la aprobación o reglamentación de 30 nuevas Areas de Protección Histórica, ampliando considerablemente la superficie de la Ciudad que está protegida, exigen repensar el sistema de protección, inspección, estímulos y sanciones para el patrimonio edificado.
Por estos días el Ministerio de Desarrollo Urbano ha hecho público un estudio por el cual determinaron que la mayor parte de las parcelas de Buenos Aires estarían ocupadas por edificaciones bajas y sólo el 23,4 por ciento por torres y edificios en altura. Para el ministro Daniel Chaín, titular del área, el reclamo vecinal contra la construcción indiscriminada de torres estaría entonces provocado por una suerte de “sensación de construcción indiscriminada de torres” en razón de que los edificios se encuentran concentrados en algunos barrios –San Nicolás, Recoleta, Retiro, Palermo, Belgrano, Montserrat, Almagro, Balvanera, Caballito y Flores– más que por el real incremento desmedido y anárquico de la edificación. Parece no recordar que los reclamos fueron protagonizados por vecinos de algunos de estos barrios, pero también por los de Villa Devoto, Villa del Parque, Barracas, Colegiales, Coghlan, Segurola, Belgrano R, Constitución y La Boca.
Este estudio sería sólo una cuestión testimonial si no viniera acompañado por el anuncio de la elaboración de un nuevo Código de Planeamiento Urbano, basado en el Plan Urbano Ambiental sancionado en 2008 por la Legislatura porteña.
La solución, anuncian los arquitectos de Desarrollo Urbano, sería reemplazar el actual sistema de F.O.T. (para calcular lo que se puede construir se multiplica la superficie del terreno por un coeficiente) por uno nuevo donde se fijen las alturas máximas en cada sector de la ciudad. Lo que nadie dice es si las alturas serán establecidas respetando las que predominan en la actualidad según las características de cada barrio o como ocurre con la normativa actual, si se fijarán límites muy superiores condenando a la demolición a las casas bajas según el interés de los desarrolladores inmobiliarios.
En este debate que se viene no puede quedar fuera la preservación del patrimonio arquitectónico y su consiguiente impacto sobre el medio ambiente y la calidad de vida. Para ello debe organizarse, replantearse y fortalecerse la normativa y las instituciones vinculadas con el tema.
La existencia de dos normas referidas al patrimonio edificado –la Ley 449, conocida como Código de Planeamiento Urbano y la Ley 1227 de Patrimonio Cultural– fijan autoridades de aplicación distintas –el Ministerio de Desarrollo Urbano y de Cultura, respectivamente– algo que en la práctica deja en manos de los arquitectos que copan la primera de estas instituciones, que ahora ni siquiera se llama de “Planeamiento”, sino de “Desarrollo”, algo que la mayoría de los funcionarios confunde con la construcción de edificios altos. Como dice el editor de m2, es dejar en manos de Drácula la Dirección General del Banco de Sangre.
Otro aspecto a resolver es la falta de unificación de criterios entre ambas normas para la preservación de los inmuebles. La segunda de ellas, más moderna, progresista y adecuada a los principios de la Constitución de la Ciudad, incluye la protección de conjuntos, de sitios y lugares históricos, e incluso permite proteger el uso si éste se encuentra asociado a su valor patrimonial, pero el organismo responsable de su aplicación –el Ministerio de Cultura– no ha ejercido jamás el poder de policía que le otorga la ley.
Las sanciones brillan por su (casi) ausencia. Hay que ir a buscarlas al Código de Edificación y son leves y difíciles de aplicar, y las del Código de Planeamiento Urbano sólo existen para el caso extremo de la demolición sin permiso de un edificio catalogado –prohibición de construir más del 70 por ciento de la superficie existente al momento de la protección– y no se registran antecedentes de su aplicación. Tampoco se ha establecido el régimen de penalidades que ordena la Ley de Patrimonio Cultural, sancionada hace ya seis años.
En cuanto a la estructura administrativa la situación es peor. El Poder Ejecutivo no ha acompañado las reformas que se sucedieron en los otros poderes del Estado local. Las áreas específicas del Ministerio de Cultura son una Dirección General del Casco Histórico que brilla por su ausencia y que no ejerce un poder real en el área que le toca intervenir y una Dirección General de Patrimonio que, más allá de las buenas intenciones de su directora actual, sólo ha podido incidir en casos puntuales como fue la estrategia legislativa para salvar la Casa de Liniers.
En Desarrollo Urbano, poder real en la materia, el patrimonio arquitectónico se encuentra reducido a una Supervisión de Patrimonio Urbano, en la escala inferior de la estructura jerárquica, y que, más allá de los esfuerzos de su responsable y equipo –que no supera la docena de empleados–, poco puede hacer para actuar sobre una ciudad que año a año incrementa sus inmuebles y áreas protegidos.
Acompañando esta tarea está el Consejo Asesor de Asuntos Patrimoniales, que a pesar de adquirir nuevas competencias y responsabilidades –ahora sus decisiones son vinculantes y tiene que evaluar todos los pedidos de obra o demolición de edificios anteriores a 1941– sus miembros siguen ejerciendo la función ad honorem.
Este Ministerio tiene también a su cargo la facultad de inspección de las obras e intervenciones en edificios de valor patrimonial. Esta tarea la ejercen los mismos inspectores que tienen relación cotidiana con los gestores representantes de los desarrolladores inmobiliarios –lo que tiñe de sospechas muchas de sus intervenciones– y sin una especialización en materia de restauración de edificios valiosos.
La reforma es necesaria y urgente. Tal vez un camino posible sea la sanción de un Código de Patrimonio Arquitectónico que unifique las otras normas, establezca criterios de intervención que permitan aplicarse a cada inmueble y dentro de éste a cada sector del mismo –como ha sugerido en más de una oportunidad el arquitecto Fabio Grementieri–, fije sanciones precisas y contundentes, y promueva estímulos efectivos y adecuados que hagan sustentable el patrimonio edificado.
La aplicación de ese Código podría estar a cargo de un Consejo de Patrimonio Arquitectónico, que al estilo de otros que existen en la Ciudad –el de los Niños, Niñas y Adolescentes, por ejemplo– dependa del jefe de Gobierno, cuente con la estructura y personal, y poder de policía suficiente para cumplir su función, y esté integrado por profesionales de diversas disciplinas, representando al Ministerio de Cultura, al de Desarrollo Urbano, a la Legislatura y Organizaciones No Gubernamentales –respetando las funciones concurrentes que establece la Ley de Comunas–, para establecer criterios e implementar planes de acción de preservación, restauración, puesta en valor y sustentabilidad del patrimonio, y más allá de la dimensión arquitectónica, incluya aspectos como la viabilidad económica, la función social de los inmuebles patrimoniales y la preservación del medio ambiente.
* Licenciado en Relaciones Internacionales. Magister en Gestión Cultural por la Universidad de Alcalá de Henares.
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