En su nuevo libro Ciudad vista, la escritora analiza el impacto de las tecnologías y los shoppings en la vida urbana. Habla de la inseguridad, de los artesanos, de la invasión del espacio público y de los rastros de las crisis de 2001 en Buenos Aires.
De la ciudad posmoderna, colmada de reclamos por la inseguridad y atravesada por nuevos actores sociales, afirma sin nostalgias: “Pensar que las señoras van a dejar de ver televisión para ir a tejer a la vereda como en 1950 es ridículo”. Por eso dice que es imprescindible “defender aquello que sus habitantes pueden hacer con algún grado de espontaneidad, como la huerta orgánica de Caballito destruida por las topadoras de Macri”.
–Uno de los ejes de su libro es el análisis del uso del espacio público. El gobierno de Mauricio Macri promete instalar más cámaras filmadoras para controlar el delito en la ciudad. En este combate contra la inseguridad, ¿qué riesgo colateral corre la población?
–Los ciudadanos piden las medidas de seguridad, pero no son capaces de discutir las consecuencias. Exigen la vigilancia sobre lo urbano y luego se escandalizan cuando una huerta orgánica es destruida por las topadoras de Macri. Eso entra en la lógica del equilibrio entre vigilancia-seguridad y la implantación de un uso restringido del espacio público. Es necesario repensar ese equilibrio constantemente. No se trata de que no haya ningún espacio público sin rejas. El tema no es la reja en sí, sino la vigilancia autoritaria que se ejerce sobre la ciudad.
–¿Cree que hay una lógica autoritaria en el gobierno porteño cuando impulsa medidas sobre el espacio público?
–El desalojo por la fuerza de la huerta orgánica, que no comía espacio sino que estaba pegada a una plaza, es el claro ejemplo de una visión autoritaria del funcionamiento del espacio público. El sostenimiento de la huerta es un espacio de ciudad que se construye espontáneamente. Y acá radica su importancia. Porque si hay algo que defender en las ciudades de la posmodernidad, es aquello que sus habitantes pueden hacer con algún grado de espontaneidad, que ni el mercado, ni el autoritarismo, ni el Estado con sus mejores intenciones pueden construir.
–Más allá de esta particularidad y a un año y medio de que Macri ganara las elecciones por más del 60%, ¿qué evaluación hace de la administración local?
–Me parece que Macri hace una gestión municipalista en el peor de los sentidos del término. La ciudad es sólo luminaria y bacheo. Es una administración inocua. Eso es evidente en la forma que interviene. Y los proyectos que encara son propios de los Centros de Participación y Gestión, en caso de que se implementara la Ley de Comunas. No tiene ningún gran proyecto para Buenos Aires.
–Según la oposición, los únicos grandes proyectos que tiene son los supuestos negocios inmobiliarios…
–A Macri no le quedan ya sino las migajas para los negocios inmobiliarios. El gran avance sobre el espacio público se dio con las construcciones de torres autorizadas por gobiernos anteriores. Incluido el espacio aéreo, que es eminentemente público porque está relacionado con el uso de la luz y la renovación del aire, entre otras cosas. Gracias a las excepciones al Código de Edificación, Buenos Aires se llenó de torres. La gran operación inmobiliaria de Buenos Aires fue de (Carlos) Grosso, cuando impulsó la remodelación de Puerto Madero con un enorme éxito para el mercado inmobiliario.
–Lugares como Puerto Madero o el “Faena District”, donde muchos sólo pueden contemplar como en los centros comerciales, ¿no comienzan a parecerse a los shoppings a pesar de diferir en el funcionamiento?
–Con el tiempo puede ser que terminen transformándose en un centro de mercancías al aire libre. Pero por el momento no. El shopping es una especulación inmobiliaria, pero también la última forma de disposición de las mercancías móviles, constituyendo una burbuja dentro del espacio urbano. Se opone a la ciudad moderna, que entró en crisis y se terminó, en primer lugar, por el avance de la pobreza y por el imaginario de la inseguridad. Otra de las causas es la crisis del sistema del transporte.
–Otro grupo social que aparece en su libro son los artesanos. ¿Considera que representan una resistencia al avance autoritario sobre el espacio público?
–Más bien creo que los artesanos hacen lo que no pueden dejar de hacer. Son gente que no tiene trabajo, no puede conseguirlo o ya se habituó a una cultura de ese estilo. Cuando una persona está quince años sin empleo, no hay nadie que lo lleve de vuelta al mercado laboral. Esa gente ocupa el espacio público porque está sobreviviendo.
–Pero muchas veces desde el gobierno y desde parte de la sociedad se cuestiona por igual la presencia de los artesanos y los vendedores ambulantes, con mafia o sin ella.
–La ciudad es conflicto, pero la perspectiva de un gobierno tiene que distinguir entre los problemas fundamentales y los secundarios. Es mucho más escandaloso que se otorguen permisos para la edificación por sobre lo que marca la ley, que una persona venda ositos de peluche en la calle. Los vendedores ambulantes, como gran parte de la población, vienen golpeados de varias crisis económicas.
–En ese sentido, ¿cómo impactaron las distintas crisis en la geografía urbana?
–La distribución del ingreso se refleja en la nueva división de Buenos Aires. Sur y norte no son solamente lugares en el mapa, sino conceptos de estratificación social. El sur ha avanzado hacia el norte, que es cada vez más chico. Antes, como decía Borges, el sur terminaba en Rivadavia. Hoy llega hasta Santa Fe.
–Una de las divisiones analíticas que utiliza en Ciudad vista es “La ciudad de los pobres”. ¿Cree que hay una tendencia a naturalizar la indigencia por parte de los porteños?
–Hubo un momento de sensibilización extrema en la sociedad durante 2001 y 2002. Cuando las capas medias y medias bajas pensaron que les podía pasar lo que estaban viendo que les pasaba a los pobres. Se tomaron muchas iniciativas muy románticas. Como los centros de trueques, a partir de los cuales las capas medias iban a trocar como si estuviéramos de nuevo en el siglo X. Pero cuando terminaron de caer todos los que iban a caer, este sentimiento de solidaridad futura se extinguió. O al menos se atenuó. Es que exigir al resto de los habitantes un estado de visión de shock permanente es imposible.
–Pero es una problemática que desde el Estado los distintos gobiernos no pudieron dar respuesta...
–Lo que resulta inconcebible es que, después de haber atravesado la crisis, todavía haya chicos en las calles y el Estado no haya implementado políticas activas en este sentido. Sin internarlos en institutos de educación, que sería lo mismo que si los llevaran al quinto círculo del infierno. Pero no es un problema sólo de Macri. Tampoco pudo ser solucionado en las administraciones anteriores.
–Bueno, pero el jefe de Gobierno no se caracteriza por su vocación social...
–Es cierto que no tiene un discurso fuerte sobre lo social. Interpela al “vecino respetable”, no a los otros. Sin embargo, las anteriores administraciones tenían un discurso que hacía eje en lo social y al final dudo de que hayan materializado políticas activas para modificar la situación de los más necesitados. Claro, son más simpáticos los dirigentes que tienen un discurso con contenido social. Pero son más simpáticos aún los que tienen una acción y un plan concreto.
–El macrismo suele referirse a los porteños como “vecinos” y no como ciudadanos. ¿No cree que hay un vaciamiento de sentido en esa interpelación?
–Es verdaderamente insultante que a los habitantes de Buenos Aires se los trate de vecinos, como si no fueran ciudadanos, como si no tuvieran derechos. Aunque todos le hablan al “vecino”. No es una exclusividad de este gobierno.
–¿El miedo atenta contra la libertad de la ciudad?
–Coarta de manera subjetiva a los habitantes de la ciudad. No simplemente por el sistema de vigilancia. Les impide moverse por la ciudad por razones que son objetivas, por una parte, porque ha aumentado la inseguridad en todas partes de mundo, pero también subjetivas, por otra, porque se trata de cómo es vivido ese aumento. En esta cuestión, los grandes responsables son los medios de comunicación.
–¿Por qué?
–No son capaces de definir el tema de la inseguridad en términos comparativos. La prensa fogonea el miedo y oculta que Buenos Aires es, junto con Santiago de Chile y Montevideo, la ciudad más segura de América Latina. Otra cuestión son las villas como la 1.11.14. Pero yo no conozco ningún habitante de Belgrano que pasee por ahí. Los lugares más inseguros son donde viven los más pobres. El discurso del miedo está construido de manera hiperbólica en la prensa. Claro que la dimensión comparativa no consuela ni concierne a las víctimas, pero sí puede concernir a la colocación del resto de la sociedad en el espacio público.
–Ante esas problemáticas muchas veces se añoran tiempos anteriores. ¿Hay una idealización del pasado?
–Es que se quiere construir una imagen de una ciudad que es imposible. La gente mayor de 40 años, que es la voz cantante en la problemática de la inseguridad, tiende a decir que “todo pasado fue mejor”. Entonces, la ciudad de su infancia era más linda, más segura. Pero no se puede construir política sobre la idea de nostalgia. Tiene que ser considerada como un dato subjetivo, no como una objetividad para la política.
–En ese sentido, ¿cuánto influye el discurso oficialista?
–La otra cuestión es que Macri les habla a los vecinos acerca de que es posible restaurar la Buenos Aires de 1950. Pero esta ciudad no existe más. No se pueden pensar políticas para retrotraer el uso de la ciudad a 1950, donde los chicos jueguen a la pelota en la calle mientras pasan autos a 150 kilómetros por hora. Ahora el uso del espacio público está dado en los grandes espacios. Pensar que las señoras van a dejar de ver televisión para ir a tejer a la vereda es ridículo.
–¿Qué impresión le causa la emergencia de los nuevos barrios reciclados, como Palermo?
–Lo interesante de la modificación de Palermo es que no se trató de una gran operatoria inmobiliaria sino de una movida de sus habitantes para defender el barrio. Los Sensibles de Palermo y otros grupos de vecinos fueron los primeros en defender una forma del uso del espacio público y del uso de la propiedad que constituía su identidad. Recién después entraron los desarrolladores inmobiliarios, que aprovecharon las dotaciones de las viejas casas para convertir a Palermo en lo que es hoy: un inmenso patio de comidas con un circuito de ventas al aire libre.
–Las casas ocupadas también emergieron en la urbanidad porteña como el reflejo de una problemática habitacional. ¿Qué piensa de ellas?
–Las casas tomadas son la precaria solución de vivienda para gente que no la tiene. Ya sea enviada ahí por caudillos políticos o caudillos inmobiliarios, que van alquilando las piezas de las casas porque saben cuáles se pueden tomar. Las ocupaciones no siempre son espontáneas. Y, naturalmente, las casas tomadas no producen ciudad en el sentido de innovación. No se pueden reproducir esos modelos. La gente vive de la peor manera posible, en condiciones horribles de sanidad y servicio público, que no se termina de integrar en el barrio sino que deteriora la trama urbana de ese barrio. El Estado tiene el deber de solucionar el problema de esas personas. Me resisto a tener una visión romántica de ninguno de los modelos de ocupación del espacio público que sean dañinos para aquellos que lo ocupan.
Inmigración y proyectos políticos
–Otro grupo que aparece en su libro son los inmigrantes. ¿Qué diferencia encuentra entre las nuevas oleadas de bolivianos, peruanos y paraguayos y las que se dieron con el flujo europeo?
–Al contrario de lo que pasó con los italianos y españoles que llegaron en 1880 hasta la Primera Guerra y después de la década del 20, el Estado los necesitaba para tener mano de obra barata y tenía un mercado de alimentos relativamente barato. En cambio, las migraciones que llegan de Bolivia, Paraguay, Perú no forman parte de ningún proyecto público. Estamos obligados constitucionalmente a recibirlos y a darles todas las posibilidades. La cuestión de las migraciones no es un tema de las villas. Es un tema federal.
–¿Qué consecuencias trae esa falta de proyecto?
–Al no estar contemplada como política, se crean reflejos antimigratorios en los sectores populares con trabajo porque los inmigrantes parece que vendrían a recargar un mercado de trabajo que ya en sí mismo no es demasiado grande.
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