miércoles, noviembre 29, 2006

SUPLEMENTO ARQUITECTURA LA NACION

Arquitextos

Todo tiene un límite, pero... ¿quién lo pone?
A veces, sobre todo en días de fin de semana, recibo el llamado tempranero de un amigo que vive desde hace muchos años en una torre de Belgrano, en la calle José Hernández. Me saluda, me pregunta por la familia y, para mi asombro, me consulta "cómo pinta el día". Porque mi amigo, que habita en el quinto piso de un rascacielos de 25, rodeado por otras torres a las que miran sus aberturas, no alcanza a ver el cielo: sólo ve ventanas y balcones.
Esa es la consecuencia de una indiscriminada invasión de edificios de perímetro libre (llegan a ser 10 o más por manzana, lo que es un desatino urbano) en un vecindario que siempre se caracterizó -y fue motivo de orgullo- por su contacto con las arboledas y el firmamento.
La proliferación de torres parece rebasar los límites de la prudencia urbana. Y atención, aquí no me refiero sólo a las demandas en la provisión de servicios (agua potable, energía eléctrica, desagües pluviales y cloacales, gas, telefonía, TV por cable), sino a las vistas, la presencia del cielo y algo que nuestros reglamentos todavía no han tocado: las sombras. Hay noticias de la aplicación del así llamado "impuesto a las sombras", y un amigo que trabaja en Londres debió reducir en dos pisos la altura de un edificio de departamentos (que no es torre) porque un vecino reclamó por la sombra que esa nueva construcción proyectaría sobre su casa y su jardín. Rever los reglamentos Resulta que gracias a la inoperante actuación de la Legislatura de la Ciudad Autónoma, que tiene retenido el dictamen acerca del Plan Urbano Ambiental (PUA), la presentación de nuevas construcciones en altura no reconoce más límites que los que impone el código en vigencia, el que ciertamente no está preparado para encarar una situación como la actual. Por eso la decisión del jefe de Gobierno de la Ciudad, licenciado Jorge Telerman, de postergar por decreto la aprobación de nuevas torres en diversas zonas de la ciudad comporta -aunque esto me gane la enemistad de colegas y empresarios- una resolución válida para examinar el estado de los reglamentos y los alcances de las limitaciones que nuestra ciudad requiere.
En un libro de Paul Virilio (pensador francés que es, además, arquitecto y urbanista) recientemente aparecido, subrayé esta afirmación del autor: Cada ciudadano es un urbanista que se ignora . Me parece que no se debe subestimar, desde la atalaya de los expertos, la reacción de los vecinos. En algunos diarios españoles ya existe una volanta que define claramente una modalidad (que ciertamente no es nueva): Corrupción urbana . Desde siempre, comprar tierras a tanto la hectárea y venderlas a tanto el metro cuadrado (por las dudas aclaremos que en una hectárea hay 10.000 m2) ha sido un gran negocio. Aquí se reitera aquello de que todo tiene un límite, de modo que los propietarios de parcelas deberán apelar a la prudencia cuando de reclamar se trata. Esto lo dije muchas veces: la ciudad es un fenómeno coral. Y la ciudad democrática debe serlo mucho más, de modo tal que la aparición de solistas puede ser bienvenida (como lo es en una partitura musical) si no malogra la entonación de los coreutas. Otra vez vale lo ya dicho: todo tiene un límite. Por Luis J. Grossman

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