Por Facundo de Almeida
La medida precautelar dictada la semana pasada por la doctora Andrea Danas, titular del Juzgado en lo Contencioso Administrativo y Tributario Nº 9 de la Ciudad de Buenos Aires, sería sorprendente si no fuera porque está firmada por una jueza que nos tiene acostumbrados a las decisiones acertadas en defensa del patrimonio cultural. No por ello deja de ser ejemplar. La misma magistrada prohibió el año pasado que se siguieran otorgando permisos de obra en Villa Pueyrredón, luego de que se aprobara la ley inicial que bajaba ahí las alturas, a pesar de que aún esa modificación del Código de Planeamiento Urbano no tenía sanción definitiva en la Legislatura.
Este criterio se remonta a unos años atrás, cuando la entonces diputada Teresa de Anchorena presidía la Comisión de Patrimonio Arquitectónico de la Legislatura, y dejó dos precedentes que fueron una revolución copernicana en materia de preservación arquitectónica. El primero fue aplicado por el juez Gallardo en el caso del edificio de Montevideo 1244 y tuvo que ver con una interpretación del Código de Planeamiento Urbano y de la Ley 1227. Hasta ese momento, la protección de los edificios que se encontraban en proceso de catalogación sólo se concretaba cuando el subsecretario de Planeamiento Urbano dictaba una resolución incorporando el inmueble al catálogo preventivo. Esto sucedía cuando el proyecto de catalogación se originaba en el Poder Ejecutivo o cuando un proyecto iniciado en la Legislatura obtenía dictamen favorable del Consejo Asesor de Asuntos Patrimoniales.
En la práctica eso significaba que el Poder Ejecutivo era el que definía qué se catalogaba y qué no, y si el inmueble a catalogar estaba efectivamente en peligro el proyecto de ley presentado por un diputado era, habitualmente, la partida de defunción. Es que el interesado en demolerlo corría a pedir permiso para destruirlo en cuanto se enteraba de la intención de preservarlo.
Esto se resolvió porque los jueces compartieron este argumento: si otro poder –el Ejecutivo– permitía demoler un edificio que estaba en estudio de la Legislatura y cuando llegaba el momento de votarse la ley el bien ya no existía, se estaba cercenando la facultad de los legisladores a legislar.
El otro gran cambio fue la Ley 2548, luego ampliada y prorrogada. Esta ley cambió de cuajo el modo de proteger, para un universo que comprende los edificios construidos antes de 1941. Hasta 2007 se presumía que los edificios existentes en la Ciudad de Buenos Aires, cualquiera fuera su antigüedad o características, no tenían valor arquitectónico hasta que no se demostrara lo contrario.
La demostración exigía un largo proceso, incluyendo la sanción de una ley mediante el procedimiento de doble lectura. En mitad de ese proceso podían aparecer sorpresas como las relatadas en párrafos anteriores: si al subsecretario de turno se le ocurría no dictar la resolución de protección preventiva o al Consejo Asesor de Asuntos Patrimoniales
–organismo ad honorem y bastante sui generis en su conformación– le parecía que el edificio no tenía valor, ni siquiera la Legislatura en pleno podía salvarlo.
La Ley 2548 estableció el criterio contrario. Todos los edificios que se encontraran dentro del polígono que se pretendía declarar como Patrimonio Mundial y que fueran anteriores a 1941 –este criterio se amplió luego a toda la ciudad–, los que estuvieran relevados como “representativos” por el Ministerio de Cultura, y los que hubieran obtenido Premios
Municipales, se presumía que podían tener valor, hasta que mediante un trámite breve no se demostrara lo contrario.
Esta ley y sus modificatorias plantearon entonces que determinados inmuebles, con características previamente establecidas, posiblemente tuvieran valor patrimonial, y que, por lo tanto, ameritaba otorgarles una protección preventiva. Esto no quería decir que todos los inmuebles anteriores a 1941 fueran valiosos ni que entre los posteriores a esa fecha no pudiera haber edificios que merecen ser protegidos.
La decisión de la jueza, que prohibió al Poder Ejecutivo porteño otorgar permisos de obra en edificios anteriores a 1941, se fundamenta en esta ley, y en que “de la lectura de los proyectos de ley agregados a fs. 46/69 se advierte que la catalogación de la totalidad de los inmuebles cuyos planos hayan sido registrados antes del 31 de diciembre de 1941, no se encuentra concluida”. Es decir que, por responsabilidad del Ministerio de Desarrollo Urbano, no se ha concluido con el cometido de esa ley, y la jueza advierte que “la inminente expiración del sistema de protección de la Ley 2548 podría acarrear una desmedida solicitud de pedidos de demolición de inmuebles con el objeto de construir nuevos edificios”.
Lo que deja en claro el fallo es en primer lugar la responsabilidad del Estado en la protección del patrimonio arquitectónico, como parte integrante del derecho al medio ambiente, a pesar de que muchos aún piensan que se trata de una facultad discrecional y no de una obligación constitucional. El otro gran hallazgo de esta medida es que solicita
conocer el estado parlamentario de los proyectos de ley que se presentaron para prorrogar la Ley 2548. Es claro que si se comienzan a otorgar permisos de demolición sobre bienes amparados en esta ley, una vez más se estará impidiendo que los legisladores cumplan con su función natural. Finalmente, hay un detalle que no es menor. La jueza permite
que se autoricen obras sobre bienes que el Consejo Asesor de Asuntos Patrimoniales estime que no poseen valor patrimonial y la realización de intervenciones conservativas para garantizar la vida o la salud de las personas.
Pero seguramente advertida de la mala fama que se ganó el CAAP en los últimos tiempos y que los supuestos riesgos de derrumbe han sido la excusa perfecta para llamar a la Guardia de Auxilio y demoler edificios patrimoniales, es que en el mismo fallo exige que esas situaciones se le comuniquen al juzgado en el término de cinco días. No vaya a ser que el Poder Ejecutivo utilice esos mecanismos como válvula de escape para autorizarles demoliciones a los depredadores patrimoniales.
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