Pablo Sirvén
LA NACION
Los extremos sociales, ricos y pobres, parecen haberse complotado para llevarle la contra a un conocido eslogan porteño ("construyendo Buenos Aires") al plasmar en la práctica una versión maximizada del clásico "Demoliendo hoteles", de Charly García, que sería "demoliendo Buenos Aires".Avanzar por muchas calles porteñas equivale a mirar una dentadura infantil donde los dientes de leche se caen y en su lugar asoma una sonrisa pícara llena de agujeros. Percibir esas ausencias en medio de las hileras de construcciones, en cambio, se asemeja más a una mueca triste donde los espacios vacantes lloran melancolía por los edificios y casas de distintas épocas y procedencias estilísticas que ya no están.
En su eliminación, se llevan consigo para siempre fragmentos valiosos de la identidad de un barrio y sustraen referencias estéticas que conformaron buena parte de un paisaje visual, arquitectónico y cultural que impregnó nuestras vidas. La sensación es dual porque a la tristeza que provoca ver cómo desaparecen para siempre huellas de las generaciones que nos precedieron, se superpone la alegría de comprobar que la ciudad está viva y que la construcción, que tantas fuentes de trabajo demanda, atraviesa una nueva era de esplendor.
Pero todo crecimiento que no es racionalmente conducido, como un niño que es librado a sus propios instintos y caprichos, sin los cuidados de un mayor, se expone a más riesgos que felicidades.
Refiere Horacio Salas en su libro El Centenario (Planeta, Buenos Aires, 2009) que hace un siglo el historiador Enrique Ves y González vio con gran clarividencia lo que nos sucedería a los porteños de hoy en materia edilicia. "En el año 2010 -aseguraba- todo será completamente nuevo. Un habitante de la época actual apelaría en vano a sus recuerdos porque nada habría quedado en pie." Hasta aquí bastante acertado, pero se equivoca en las razones. "Esa demolición implacable -pretende adivinar- no tendrá el menor asomo de vandalismo. Habrán sido sencillamente exigencias imperiosas de las severas fórmulas de edificación."
Las noticias de los últimos tiempos relacionadas de una u otra manera con esa furia por demoler, que no encuentra límites, llegan hasta el exceso trágico: las habilitaciones irregulares, las inspecciones precarias y la vista gorda para que cada quien haga lo que le plazca con el acervo edilicio de la ciudad que ya produce víctimas y daños concretos, graves e irreversibles. Los muertos en el gimnasio de Villa Urquiza y en el boliche de la avenida Scalabrini Ortiz; la pluma que perdió sustento en Las Cañitas y cayó sobre edificios en los que provocó muy serios destrozos, pero milagrosamente ninguna víctima, y los tres balcones que se desprendieron de un edificio de Lanús Oeste son demasiadas evidencias de que algo no funciona bien. Es que la ansiedad codiciosa por lograr de cada metro cuadrado la máxima rentabilidad, en el menor tiempo posible, corre a mayor velocidad que la defensa del bien común.
No hay más que caminar un poco para ver cómo Buenos Aires se desprende aceleradamente de sus tradicionales ropajes para ponerse otros más convencionales y baratos, menos distinguidos, cuando no más feos. Viejas casonas, petit hoteles y casas chorizo son volteados aquí y allá, mientras otras tienen sus ventanas y puertas tapiadas con cemento y ladrillos para que ningún "okupa" anide dentro de ellas. Baldíos, empalizadas de lata con inscripciones que nos anuncian nuevos emprendimientos, camiones que van y vienen de tremendos pozos que hacen temblar o fisuran las edificaciones aledañas dan cuenta de un colosal movimiento de tierra que no es producto de ningún fenómeno natural, sino de la picota pertinaz del hombre que busca arrancar de cada solar la mayor ganancia.
Aunque hay varios organismos nacionales y de la ciudad creados para custodiar el patrimonio urbano, falta voluntad política para hacerlos funcionar a rajatabla, y pesan más los intereses económicos en juego. La Dirección de Interpretación Urbanística, que depende del Ministerio de Desarrollo Urbano porteño, aprueba qué tipo de intervenciones pueden hacerse sobre el patrimonio, privado o público, que esté protegido. Es su responsabilidad crear las APH (áreas de protección históricas) y catalogar edificios, monumentos o plazas. Hay, incluso, una norma temporaria que impide tirar abajo edificaciones anteriores a 1941.
"Deberían realizar un relevamiento del patrimonio de toda la ciudad, pero no hay intención de hacerlo -apunta Santiago Pusso, vicepresidente de la ONG Basta de Demoler, conocida por sus activas acciones para preservar edificaciones significativas-. El Ministerio de Cultura ha sido prácticamente relegado de las decisiones por la actual gestión, que es complaciente con la destrucción. A nivel nacional, es la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos quien regula sobre el patrimonio protegido, pero se ha mostrado inactiva en casos de demoliciones de patrimonio desprotegido, y complaciente y falta de autoridad en casos de patrimonio protegido, por ejemplo el Palacio de Correos." En efecto, quienes hayan pasado cerca del edificio (rebautizado por el kirchnerismo como Centro Cultural del Bicentenario) verá con horror cómo ha sido arrasada buena parte de sus maravillosos interiores hasta convertirlo en una suerte de cáscara vacía donde sólo quedan en pie las paredes externas y poco más.
El paisaje urbano se resiente. La proliferación de comercios y cartelería en plantas bajas trastocan el ecosistema residencial y a cambio brindan un aspecto de mercado persa en el que todo se entremezcla. El desorden avanza por las veredas y las calles: los acampes estacionados en paseos públicos con grupos en protesta ya no llaman la atención; macizos mojones intentan preservar de atentados como el de la AMIA; a los árboles les arman alrededor aparatosos corralitos de cemento o de rejas y hasta las bicisendas defienden sus estrechos territorios de los autos con gruesos cordones amarillos.
No por casualidad, la World Monuments Fund incluyó al casco céntrico porteño entre los "sitios en riesgo 2010", un listado de cien sitios culturales mundiales en peligro.
Las depredaciones arquitectónicas se dan en los extremos sociales, mientras la clase media se lamenta en voz baja o mira para otro lado: donde fluye el dinero en cantidad, los proyectos faraónicos de châteaux (con discutibles detalles de ornamentación y columnas y portales artificiales de escenografía hollywoodense), edificios con amenities (comodidades de lujo extras) y hoteles boutiques (chiquitos, pero con onda) ambicionan las mejores ubicaciones, no importa lo que haya que desarmar para lograrlo.
Donde el dinero, en cambio, falta para cubrir las necesidades más vitales, el instinto capitalista se abre paso salvajemente para usurpar terrenos y hacer realidad el sueño de ser propietario, acicateado por la morosidad de las autoridades en regular el uso del espacio público. Algunos no lo hacen para conseguir su primer techo, sino que son pobres que pretenden rentas miserables de otros más pobres. La Presidenta llegó a ponderar un verdadero absurdo: el crecimiento hacia arriba de la villa 31, en edificios de varios pisos muy precariamente construidos, que un día podrían venirse abajo como castillos de naipes.
Así, en una punta y la otra del arco social, la depredación se da a la vista de todos, espasmódica y anárquica, sin pautas armónicas con sus respectivos entornos, naturalizando que los derechos más elementales en materia de preservación de la ciudad sean arrasados con impunidad.
La ausencia de un criterio regulado por el Estado suplantó el eclecticismo tradicional de Buenos Aires (la rica fusión articulada de estilos arquitectónicos de distintas procedencias, que plasmaba en ladrillos nuestros orígenes tan diversos de variadas inmigraciones) por una suerte de cocoliche cada vez más venido a menos. Se ensancha la brecha edilicia entre pobres y ricos también geográficamente: los barrios de categoría se agrupan en el norte de la ciudad; el Sur se empobrece por la miseria ostensible o asordinada.
En el siglo XIX, a "la gran aldea" no la caracterizaba la belleza. Décadas de enfrentamientos, guerras entre el interior y Buenos Aires y una ley de capitalización que tardó sangre, sudor y lágrimas en salir determinaron que la "Reina del Plata" se desperezara muy despaciosamente antes de decidirse a crecer con brío y con pretensiones de reflejarse en el espejo europeo.
Una serie de felices coincidencias -la gestión en la municipalidad de Torcuato de Alvear, inspirado en el modelo francés y con la ayuda inestimable del creativo paisajista Carlos Thays; las políticas de Estado continuadas en el período 1880-1930 y el continuo ir y venir a París, por placer o para encarar estudios o negocios por parte de la más alta aristocracia porteña- tuvieron efectos monumentales sobre la arquitectura de la principal ciudad-puerto del país, que hacia el Centenario ya se enorgullecía de sus colosales palacios públicos y privados (los edificios del Congreso y Tribunales, el Teatro Colón, el Correo Central, las residencias suntuosas de las familias patricias). Así, al original estilo colonial español se fueron sumando los aires del neoclasicismo europeo con entremezcladas brisas francesas, italianas e inglesas. Esa exuberancia arquitectónica que fue adquiriendo la ciudad sumó después el Art Nouveau, el Art Déco y el racionalismo, entre otras corrientes arquitectónicas.
Cuando se pasan las páginas de los dos enormes volúmenes de Bustillo/Un proyecto de arquitectura nacional (Fundación YPF, Buenos Aires, 2010), que concentran la frondosa y esencial obra arquitectónica que legó al país el arquitecto Alejandro Bustillo (1889-1982), se aprecian postales entrañables y fácilmente identificables por cualquier argentino como el complejo Casino y Hotel Provincial, de Mar del Plata; el Centro Cívico y el hotel Llao Llao, de Bariloche; la sede central del Banco Nación, frente a la Plaza de Mayo; el Museo de Bellas Artes y tantas más. Se nota en Bustillo una idea fuerza que trasciende a cada uno de esos edificios. "La obra -solía decir- habla al que sabe verla, ella se defenderá por sí misma."
Marta Levisman clasificó el abundante archivo de diez mil dibujos y mil fotos de este arquitecto-artista-filósofo que vivió lúcido hasta los 93 años y que, como algunos de sus pares, concebía su profesión como la manera más ostensible de configurar la idea de un país en sus construcciones, cáscaras maravillosas que, mientras nos contienen, nos proyectan como sociedad hacia el mundo y hacia nosotros mismos.
Buenos Aires es un cuerpo lastimado que expresa, con sus crecientes tajos y heridas, el abandono desaprensivo y el saqueo de sus joyas arquitectónicas a la que la sometemos. Urge recuperar el sentido de sus grandes constructores y urbanistas antes de que los demolidos seamos nosotros mismos.
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